El maestro se reunió con su discípulo preferido y le preguntó cómo iba su progreso espiritual. El discípulo respondió que había conseguido dedicar a Dios todos los momentos del día.
—Entonces, sólo falta que perdones a tus enemigos—dijo el maestro.
El discípulo se volvió, sorprendido.
—¡Pero no es necesario! ¡No siento rabia hacia mis enemigos!
—¿Crees que Dios siente rabia hacia ti? —preguntó el maestro.
—¡Claro que no! —respondió el discípulo.
—Pero aun así pides Su perdón, ¿no es verdad?
Haz lo mismo por tus enemigos, aunque no sientas odio hacia ellos. Quien perdona lava y perfuma su propio corazón.
Pablo Cohelo
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