Nos damos cuenta de que la vida es desagradable, dolorosa, triste;
deseamos alguna clase de teoría, alguna clase de especulación o
satisfacción, alguna clase de doctrina que explique todo esto, y así
quedamos atrapados en explicaciones, palabras, teorías, y gradualmente
las creencias echan raíces muy profundas y se vuelven inconmovibles,
porque detrás de esas creencias, de esos dogmas, está el miedo constante
a lo desconocido. Pero jamás miramos ese miedo; le volvemos la espalda.
Cuanto más fuertes son las creencias, más fuertes los dogmas. Y cuando
examinamos estas creencias: la cristiana, la hindú, la budista,
etcétera, encontramos que dividen a la gente. Cada dogma, cada creencia
tiene una serie de rituales, de compulsiones que atan y separan a los
seres humanos. De modo que empezamos una indagación para averiguar qué
es lo verdadero, cuál es el significado de esta desdicha, de esta lucha,
de este dolor; y pronto quedamos atrapados en creencias, rituales, teorías.
La creencia es corrupción, porque detrás de la creencia y la
moralidad se esconde la mente, el «yo» -el «yo» que se vuelve cada vez
más grande, poderoso y fuerte-. Consideramos que la creencia en Dios, la
creencia en algo, es religión. Pensamos que creer es ser religioso.
¿Comprende? Si no creemos, se nos considerará ateos, seremos condenados
por la sociedad. Una sociedad condenará a los que creen en Dios, y otra
sociedad condenará a los que no creen. Ambas son la misma cosa. Así
pues, la religión se vuelve una cuestión de creencia; y la creencia
actúa y ejerce su influencia sobre la mente. De ese modo la mente jamás
puede ser libre. Pero sólo en libertad podemos descubrir qué es lo
verdadero, qué es Dios; no podemos hacerlo mediante ninguna creencia,
porque nuestra creencia misma proyecta lo que pensamos que debe ser
Dios, lo que pensamos que debe ser la verdad.
deseamos alguna clase de teoría, alguna clase de especulación o
satisfacción, alguna clase de doctrina que explique todo esto, y así
quedamos atrapados en explicaciones, palabras, teorías, y gradualmente
las creencias echan raíces muy profundas y se vuelven inconmovibles,
porque detrás de esas creencias, de esos dogmas, está el miedo constante
a lo desconocido. Pero jamás miramos ese miedo; le volvemos la espalda.
Cuanto más fuertes son las creencias, más fuertes los dogmas. Y cuando
examinamos estas creencias: la cristiana, la hindú, la budista,
etcétera, encontramos que dividen a la gente. Cada dogma, cada creencia
tiene una serie de rituales, de compulsiones que atan y separan a los
seres humanos. De modo que empezamos una indagación para averiguar qué
es lo verdadero, cuál es el significado de esta desdicha, de esta lucha,
de este dolor; y pronto quedamos atrapados en creencias, rituales, teorías.
La creencia es corrupción, porque detrás de la creencia y la
moralidad se esconde la mente, el «yo» -el «yo» que se vuelve cada vez
más grande, poderoso y fuerte-. Consideramos que la creencia en Dios, la
creencia en algo, es religión. Pensamos que creer es ser religioso.
¿Comprende? Si no creemos, se nos considerará ateos, seremos condenados
por la sociedad. Una sociedad condenará a los que creen en Dios, y otra
sociedad condenará a los que no creen. Ambas son la misma cosa. Así
pues, la religión se vuelve una cuestión de creencia; y la creencia
actúa y ejerce su influencia sobre la mente. De ese modo la mente jamás
puede ser libre. Pero sólo en libertad podemos descubrir qué es lo
verdadero, qué es Dios; no podemos hacerlo mediante ninguna creencia,
porque nuestra creencia misma proyecta lo que pensamos que debe ser
Dios, lo que pensamos que debe ser la verdad.
J. Krishnamurti
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